El viaje en avión de Madrid a Chicago supone una inevitable pesadez, que se alivia al echar para atrás el reloj siete horas al llegar, con lo que ves que te queda todo el día por delante (la magia del cambio horario). Con Air France, mediante el correspondiente transbordo en París, el trayecto se eleva a 12 horas hasta el destino: el hotel Howard Johnson's Inn, calle Lasalle (el explorador, precisamente francés, que descubrió el área de lo que luego sería Chicago) en la zona noble de Near North, cerca de la Magnificent Mile (zona comercial exclusiva donde las haya) pero al mismpo tiempo con un ambiente popular y activo. Desde el aeropuerto se toma el metro hasta Clark/Lake (45 minutos por la línea azul, con cabecera en la terminal 2; no os preocupéis, que aunque aterricéis en la terminal 5 hay trenes gratuitos hasta el enlace con el suburbano, que es una prolongación de la red de ferrocarriles). Conviene sacarse el 3 day pass (14 $) o 5 day pass (23 $) para moverse con soltura por la ciudad, aunque ya veréis que es muy caminable, si bien una ayuda del subway viene bien, sobre todo en verano cuando aprieta el calor.
Y es que en Chicago hace calor estos días, mucho calor, señores. La temperatura no baja en ningún momento de los 86ºF (30ºC), y llega más bien a los 92-93ºF (33,3-33,8ºC), que sumado al efecto potenciador de la humedad y a que parece que aquí Lorenzo pega más fuerte, convierte la ciudad en un horno. Y lo peor es que por la noche la asfixia se mantiene. ¡Uf! Menos mal que en breve vamos a hacer buen uso de las playas disponibles a lo largo de la costa del lago Michigan. El peor momento: esa visita el sábado por la mañana al mercadillo callejero New Maxwell Street Market, en la zona sur, con un sol de justicia no, lo siguiente. Y unos pobres músicos amenizando con buen blues el evento sin un mínimo techado. Sobrevivimos gracias a un granizado de frutas en uno de los puestos (la mayor parte latinos, por cierto).
En cualquier caso, el primer impacto del recién llegado es toparse con el Loop (zona centro, distrito financiero), plagado de rascacielos. Pero no unos edificios cualesquiera, sino facturados con una belleza que hipnotiza: desde los antiguos de finales del siglo XIX (el Monadnock) hasta los posteriores (Sears Tower, ahora Willis Tower), todos cumplen un criterio estético diverso y enriquecedor. Por cierto, para las mejores vistas de la ciudad, aunque la Sears es la referencia, sobre todo por sus balcones salientes totalmente trasparentes de metacrilato, que te dan una sensación de vértigo emocionante, en la planta 103 (ahorraros la hora y media de cola comprando la entrada de 17 $ con antelación), la alternativa gratuita es el Hancock Building (sólo lo que vale una cerveza en su bar con vistas de la planta 94, concretamente 7,50 €). Y, si os van los mitos, buscad el cartel que señala el inicio de la mítica Ruta 66 (que va de Chicago a Los Ángeles) en la calle Adams cerca del cruce con Michigan Avenue.
Aunque Chicago es la ciudad del blues, quisimos empezar un poco a la contra, yendo el sábado al barrio ucraniano (Ukrainian Village), una zona bohemia con garitos de música indie o similares. Sin apenas turistas, todo gente local que se sorprende A de que vengamos de tan lejos como España y B de que nos guste Chicago (sic). En fin, hay personas que no reconocen lo que tienen ante sus narices o quizá es que iban muy bebidas de Purple Band, un mejunje dulce y que se sube rápido a la cabeza. Antes, como prueba de que no nos asusta el choque intercultural, cenamos en el Ronnies' Original Chicago Steak House, un estupendo lugar en el que nos pusimos ciegos de, evidentemente, carne (chuletas y costillas) a un precio por cabeza de unos 14 $ (así sí se puede dejar la correspondiente propina del 15% que "voluntariamente" te exigen en casi todos los sitios, salvo los que ya te la incluyen en la cuenta, claro). Pero el nudo gordiano fue entender y hacerse entender en este restaurante, plagado de camareros negros con fuerte acento e incompresible slang. Nunca supe si me recomendaban unos platos o me estaban cantando hip-hop. Al final se impuso la cordura: el único dependiente latino salió en nuestra ayuda y pudimos cenar a gusto... Y tan a gusto. Al día siguiente fue el turno de probar las famosas deep dish pizzas de Gino's East: de borde bien gordo y crujiente, e ingredientes deliciosamente desbordantes, con rico tomate natural, suave y abundante queso y carne sabrosísima. El local muestra una galería de famosos invitados que dejan su firma, desde los intérpretes de los Soprano a Michael Jackson. De hecho, cualquiera puede firmar en las paredes, e incluso asientos del local... Si aún encuentras un hueco.
Por la mañana, en el café Luna, junto a nuestro hotel, dimos buena cuenta del típico desayuno americano: huevos revueltos, tostada y bacon, aderezado todo con mantequilla, sirope... Más café rellenado gentilmente a discreción. Vamos, en el top de la alimentación saludable. Entiendo por qué Chicago es la tercera ciudad con más gordos de Estados Unidos, que ya de por sí tiene el nivel medio alto. Algunos son verdaderos transatlánticos con patas, lo que no les impide bailar con su sebo a buen ritmo en un gran concierto de blues, como el que asistimos el domingo noche en el Blue Chicago (zona Near North), a cargo de Cleo Cole. ¡Vaya grupazo! ¡Todos los músicos eran impresionantes! Pero qué bajista (bajo de seis cuerdas y ritmo funky total), qué guitarrista bluesero de Gibson, qué teclista (trasunto de John Lennon), que vozarrón de la cantante... Los pelos como escarpias, no os digo más. ¡Nunca un concierto de 8 $ mereció tanto la pena!
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