martes, 20 de agosto de 2019

VIAJES / Chile (y 5): Isla de Pascua

Rematamos este intenso viaje por Chile con una visita a la Isla de Pascua, un lugar mítico para mí desde que de chaval escuchaba las historias de los moáis y de la cultura que los construyó, floreció y desapareció con inusitada rapidez. Se trata de un viaje largo porque esta isla (conquistada por los polinesios en el siglo XIII y luego por los europeos en el XVII) se encuentra nada menos que a 3.800 kilómetros de Santiago de Chile, en pleno Océano Pacífico, a casi 2.000 kilómetros de otras islas habitadas, las Pitcairn. Hoy en día pertenece a Chile, si bien hay un creciente movimiento de los rapanui (indígenas originarios) por independizarse dado su descontento a raíz de la falta de atención del Estado (me suena...). El caso es que su ubicación tan aislada (de hech0, hay habituales problemas con la conexión a internet), su cultura ancestral y esas enormes estatuas monolíticas que se reparten por la isla te dan la sensación de encontrarte en el fin del mundo. Aunque todo está bien preparado para el turismo, su principal (con diferencia) fuente de ingresos, aunque tiene unas calles y unos caminitos que necesitan claramente ser arreglados. En este sentido, si os movéis por esta isla de menos de 165 km2 con coche, es mejor que alquiléis un 4x4 que soporte bien los baches.

Para empezar, el viaje: el vuelo desde Santiago nos duró 5 horas y 45 minutos a la ida y 4 horas y 30 minutos a la vuelta. ¿Cogimos un atajo al final? No, en esta zona del Pacífico existen fuertes vientos que soplan de oeste a este, lo que hace que se frene el avión al ir (apenas íbamos a 700 km/h) y empujen al volver (llegamos a alcanzar los 1.150 hm/h). A la llegada se forman buenas colas para pagar el ticket necesario para ver las principales atracciones de Pascua, como la cantera de los moáis, a los pies del volcán Rano Raraku, o el poblado Orongo, junto al volcán Rano Kau, etc., todos ellos muy recomendables, aunque se puede llegar por los alrededores gratis, pero ya que estás ahí... Total, que el tícket cuesta 54.000 pesos (67,50 euros) y es válido por 10 días (nosotros estuvimos tres días, un tiempo suficiente), pero no tenéis por qué comprarlo en el aeropuerto, podéis hacerlo más tarde, por ejemplo, en la oficina del centro del pueblo. Y digo pueblo porque solo hay una única localidad habitada, Hanga Roa, con poco más de 7.000 habitantes. Eso sí, el tícket se paga (como otras cosas de la isla) al contado, ya que internet funciona de aquella manera (en nuestro alojamiento sí pudimos pagar con tarjeta), así que tenedlo en cuenta para llevar efectivo encima (hay algunos cajeros, eso sí). Por otro lado, aunque a veces notéis ciertos cambios de tiempo incluso dentro de un mismo día, el clima es bastante benigno y la temperatura permanece muy estable entre el día y la noche (en invierno, sobre los 21-22 grados diurnos y los 16-17 grados nocturnos).

Sobre las cosas que ver, obviamente los moáis y la cultura rapanui son el objetivo básico. Impresiona el cráter del volcán Rano Kau y, como he comentado antes, luego podéis acceder con el tícket al poblado Orongo, que era usado con fines ceremoniales en la época de la primavera. Consta de una serie de edificaciones de piedra semihundidas en el terreno y contiene la principal concentración de petroglifos (rocas grabadas). Yendo al lado contrario de la isla, al norte, se alcanza Anakena, la única playa como tal de la isla, repleta de finísima arena y aguas cristalinas listas para darse un bañlo. En los alrededores se pueden encontrar algunas calas también interesantes. Pero es en Anakena donde contemplamos nuestros primeros moáis, el ahu (o plataforma) Nau Nau, que tiene siete esculturas (dos de ellas seriamente dañadass). Impresiona más de lo que pensaba. Esas dimensiones y la distancia de 11 kilómetros a la cantera de donde provienen da buena cuenta del misterio que siempre ha rodeado a su construcción y traslado (la teoría más aceptada es que se movieron con troncos de árbol, pero el trabajo debió ser tremendo). Bajando por el este llegamos al ahu Tongariki, el que tiene más moáis (15) e incluye el más alto de todos los colocados. Porque en la ya cercana cantera del volcán Rano Raraku está el moái de mayor tamaño, pero aún tumbado, sin colocar. La cantera es una maravilla, toda ella llena de estatuas, unas casi acabadas otras a medio hacer, algunas directamente pegadas aún a la roca... desperdigadas todas por la falda del monte. Es aquí donde la visita a la Isla de Pascua cobra toda su dimensión. Luego, volviendo por el sur se observan otros ahu menores, como los de Hanga Tetenga, Aka Hanga o Hanga Poukura. Más interesante es el ahu Akivi, situado en el interior, frente a los demás de la costa, que servía también como observatorio astronómico. Y, finalmente, acabamos el día en el ahu Tahai, a las afueras de Hanga Roa, donde la gente se reúne a ver ponerse el sol detrás de las famosas esculturas.

domingo, 18 de agosto de 2019

VIAJES / Chile (4): Puerto Varas y Región de los Lagos

A la llegada al aeropuerto de Puerto Montt nos recibe la lluvia. ¿Qué esperar de una de las zonas más húmedas del país, conocida como Región de los Lagos precisamente por estar plagada de lagos, ríos, bosques y montañas, especialmente volcanes (y activos)? Hemos alquilado un coche por 16.000 pesos (20 euros) el día para recorrer mejor la comarca e ir hasta nuestro alojamiento en Puerto Varas, que, con sus 45.000 habitantes, su emplazamiento a orillas del lago Llanquihue y su bonita arquitectura de herencia alemana, es la máxima atracción del área. También Puerto Varas es cononocida en la zona como Puerto Caras por sus altos precios, lo que incluye también el aparcamiento, que hay que pagar las 24 horas del día, a razón de 600 pesos (75 céntimos) la hora. Eso sí, sí vais a dejar el auto toda la noche (lo habitual cuando se está alojado) se puede negociar un descuentillo con el cobrador (todo un poco informal, en fin). Fundada en 1854, Puerto Varas se creó en el contexto de la colonización de Llanquihue (el área alrededor y al sur del lago Llanquihue, el segundo mayor lago de Chile, con una superficie de 860 km2), proceso que fue asumido principalmente por alemanes, a los que se convenció para ir tan lejos con la promesa de tener una tierra similar a la suya. Y es cierto que el clima y el paisaje se asimilan con el centro y norte de Europa, si bien en esa época, a mediados del siglo XIX, la zona era más inhóspita de lo que hoy vemos. La tarea de los alemanes debió ser enorme, pero su huella ha calado: no solo en la arquitectura, sino en la cultura (muchas palabras han pervivido castellanizadas) o en la economía (gran desarrollo de agricultura y ganadería), y aparte de las fricciones por ser protestantes, si bien estos colonos no llegaron a sobrepasar el 5% dela población total.

Ya desde el mismo Puerto Varas, a la orilla del Llanquihue, se aprecian dos de las principales alturas de la región: los volcanes Osorno (2.652 metros), que no ha entrado en erupción desde el siglo XIX, y Calbuco (2.003 metros), cuya última erupción (y muy importante) data de 2015. Un poco más allá, fuera de la vista, se encuentra el volcán Cerro Tronador (3.554 metros), geológicamente inactivo. Nos lanzamois así a descubrir la zona rodeando el lago Llanquihue por el sur y hacia el este. Ya con buen tiempo, contemplamos la belleza de estas tierras verdes y onduladas, llenas de granjas con vacas y caballos. Así llegamos una de las principales atracciones, los saltos de Petrohué, que es el río que vamos siguiendo, ya dentro del Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, el primero creado en Chile, en 1926. Se trata de unas cascadas que forma el río serpenteando entre las rocas. Hay un pago de 6.000 pesos (7,50 euros) para los extranjeros y que permite el acceso a tres sendas, de las que hicimos dos: la propia de los saltos, que nos lleva a ellos en unos 20 minutos dentro de un frondoso bosque de árboles nativos como coigues, ulmos, olivillos y arrayanes. Para ver mejor los saltos, se han habilitado unas pasarelas por encima del río que dan una mejor perspectiva. El otro sendero, llamado de los enamorados, es más bucólico y se tardan 45 minutos en recorrerlo, adentrándose por el interior hacia un pequeño lago y una cascada. Después queremos ir más al este, hacia la localidad de Petrohué, a los pies del Lago de Todos los Santos, enb el que se hacen travesías a todo lo largo, e incluso hay excurdiones que también incluyen el paso a Argentina, conectando con el Lago Nahuel Huapi y San Carlos de Bariloche. Pero unas obras en la carrereta o camino (por llamarlo de alguna manera) nos impidieron el acceso, así que volvimos para atrás dispuestos a subir la falda del volcán Osorno. Tras unos kilómetros de ascenso llegamos a una cafetería con unas vistas impresionantes de la comarca e incluso se nos acercan dos zorrillos buscando algo de alimento. El encargado de la cafetería, que resulta ser también guía de la naturaleza (al día siguiente recibirá a un grupo de escolares), nos advierte sobre la prohibición de alimentar a la fauna silvestre y nos da un curso rápido y gratuito sobre eñ entorno, incluida su importante actividad volcánica. Muy aleccionador. Continuamos con el recorrido alrededor del Llanquihue llegando al norte a Puerto Octay, otro enclave bonito a las orillas del lago, para bajar por el oeste hasta Frutillar, donde comemos y paseamos por su famoso embarcadero con vistas al Osorno y al Calbuco. Frutillar alberga la mayor concentración de casas de estilo alemán y lo celebramos comiendo buenas carnes, costillas y salchichas con puré de patatas.

miércoles, 14 de agosto de 2019

VIAJES / Chile (3): Valparaíso

A orillas del Océano Pacífico, Valparaíso (ciudad Patrimonio de la Humanidad) es una populosa urbe de 300.000 habitantes absolutamente volcada al mar, no solo por su importante y conocido puerto comercial sino también por sus cerros nutridos de numerosas casas de colores con vistas al agua, además de por ser sede de la Armada. Pero también es conocida por la vitalidad juvenil y cultural que le otorga ser sede de numerosas instituciones universitarias. Y esto se nota en el aire bohemio y artístico de sus calles, especialmente las de sus cerros, como el turístico Cerro Alegre, plagado de casas no solo pintadas sino dibujadas con coloridos murales. A estos montes se puede subir bien paseando por las aceras en cuesta, bien ganando tiempo por escaleras, bien más cómodamente por varios ascensores (realmente, funiculares) dispuestos en estratégicas situaciones por módicas tarifas (unos 300 pesos -40 céntimos de euro- el trayecto).

También destaca de Valparaíso su dinamismo comercial, que se nota en las múltiples tiendas (y puestos callejeros) de las sucesivas calles Montt, Condell y Pratt. Por su parte, la Plaza Sotomayor se constituye como centro neurálgico de la ciudad y desde la que se accede a la zona del puerto más paseable y desde la que se pueden contratar pequeños paseos marítimos. Un poco más a las afueras está el Paseo 21 de Mayo, un pequeño monte al que, sí, se asciende a través de un ascensor y desde el que se tienen unas (otras) magníficas vistas de un Valparaíso que parece extenderse sin fin entre los cerros que caen hacia al mar. Pero, ojo, que su maravillosa ubicación también conlleva un riesgo: en varios sitios alrededor del puerto se avisa del potencial peligro de tsunami y las correspondientes vías de escape; será cuestión de subir a los cercanos cerros. Un atractivo más de la ciudad es visitar la casa (una de las tres en Chile) del poeta Pablo Neruda, llamada La Sebastiana y encaramada a lo más alto de todos los cerros y con las más privilegiadas vistas al mar. Para su fácil acceso se puede tomar el ómnibus O en la avenida de Francia.

sábado, 10 de agosto de 2019

VIAJES / Chile (2): San Pedro de Atacama

Llegar a Atacama es aterrizar en un sitio bien distinto de cualquier zona campestre al uso. Para empezar, el desierto de Atacama, que abarca una inmensa superficie de 100.000 m2, es el más árido del mundo. Una región poco poblada y cuyo único atractivo histórico ha sido la extracción de minerales. Hasta hace unos años, que ha empezado a convertirse en una meca del turismo de aventura. Y San Pedro de Atacama es, con poco más de 5.000 habitantes, el punto neurálgico de esta nueva actividad. Pero antes expliquemos cómo llegar aquí. Lo más lógico es tomar un avión desde Santiago de Chile. Aerolíneas hay varias pero Sky y JetSmart tienen precios muy competitivos por entre 80-100 € ida y vuelta a Calama, que, con 165.000 habitantes, es la ciudad con aeropuerto en la zona. Desde Calama lo habitual es contratar un transfer hasta San Pedro, que se encuentra a más de 100 kilómetros de distancia. Translicancabur ofrece este servicio por 20.000 pesos (menos de 25 €) ida y vuelta a la hora y en el sitio que queráis. Ya en el camino se va viendo a lo que os enfrentáis: un lugar absolutamente inhóspito, sin un solo árbol, apenas una mínima (pero mínima) vegetación y sobre todo tierra, tierra y tierra, piedras, piedras y piedras, montañas, volcanes inactivos o durmientes... Nada parece indicar que allí pueda haber algo de interés.

Entrar a San Pedro de primeras (y de noche, como fue nuestro caso) impacta porque parece que retrocedes un siglo en el tiempo: calles (?) de tierra, casas (?) bajas con paredes de barro y paja, escaso alumbrado público, apenas tres callejuelas que merezcan llamarse así y descampados que enlazan con otras callejuelas... En fin, todo un poco surrealista. Y con la llegada del día empiezas a verle el encanto a todo: sí, San Pedro mantiene las características de una población en medio del desierto más árido del mundo. Tiene un aire intemporal que cautiva y su gente es de una cercanía y honestidad que pronto te acaban por conquistar. Eso sí, por otro lado, el sitio se ha convertido en el centro del negocio del turismo. Y sabe explotarlo. Dentro de esa aparente contradicción entre el mantenimiento de las tradiciones y su vocación de parque temático surge algo verdaderamente fascinante. Pasear por la calle Caracoles (una de las "principales") es asistir a una continua sucesión de agencias turísticas, todas enclavadas en casas tradicionales, con una oferta inmensa para conocer las maravillas del desierto de Atacama. Y vaya si las tiene: desde ascensiones a volcanes de más de 5.000 y 6.000 metros a visitas a géiseres, pasando por valles que parecen la misma Luna, lagunas escondidas en el desierto, inmensos salares, cielos perfectos para la observación astronómica y otras demostraciones naturales que nadie esperaría. Esa misma calle Caracoles está todo el día repleta de turistas procedentes de casi cualquier parte del mundo, gente que viene con el afán de la aventura en un paraje extremo y con un perfil de bohemia y buen rollo que encaja a la perfección con el lugar.

Para tenerlo todo atado con antelación, decidimos contratar las excursiones en Denomades.com, una web de intermediación muy profesional, cumplidora y eficaz, con un amplio catálogo de experiencias a elegir. De todas las posibles, nos decantamos por tres: tour astronómico, Valle de la Luna y Géiseres del Tatio. El primero está realizado por Una noche de estrellas, encabezada por Daniel, un auténtico astrónomo que te hará disfrutar de las delicias del cielo nocturno por 22.000 pesos (27 €). Comenzamos a las 20:30 yendo a las afueras del pueblo, a la casa de campo del propio Daniel, donde primero nos imparte en el interior un breve pero fundamental curso de astronomía básica. Luego nos ofrece un necesario tapeo con bebidas calientes para afrontar, ya en el exterior y con una temperatura bajando de 0 grados, una precisa descripción de las principales constelaciones del hemisferio sur, lección necesaria para orientarnos en un cielo tan desconocido para los procedentes del hemisferio norte. Por último, observación con cinco telescopios, a través de los cuales observamos Saturno y sus anillos, Júpiter y su superficie rayada, la Luna y sus cráteres, nebulosas, cúmulos, estrellas binarias... Una maravilla.

Las otras dos excursiones fueron realizadas con perfección por Layana y su guía Gustavo, que nos mostró y explicó dos de las grandes bellezas de Atacama: el Valle de la Luna (13.000 pesos más 3.000 pesos de entrada al área) y los Géiseres del Tatio (22.000 pesos más 10.000 pesos de entrada). El Valle de la Luna (a 13 kilómetros de San Pedro) es una formación geológica de hace 33 millones de años en la que los elementos naturales han moldeado un paisaje auténticamente lunar, con grandes valles y montañas, salares y dunas... Todo un espectáculo para los sentidos. Los Géiseres del Tatio (a 66 kilómetros al norte de San Pedro, cerca de la frontera con Bolivia, a una respetable altitud de 4.200 metros) son una enorme manifestación de la fuerza geotérmica de esta zona volcánica. Decenas de fumarolas se extienden por el terreno originadas por un agua subterránea en ebullición a 85 grados (a esta altitud no es preciso alcanzar los 100 grados para empezar a hervir). Se intentó sacar partido comercial a esta fuerza de la naturaleza pero su aislamiento hizo la empresa poco rentable. Afortunadamente, ahora es un espacio natural protegido. Para disfrute de los turistas, también incluye una piscina exterior donde uno puede bañarse. Eso sí, a solo 30 grados. Teniendo en cuenta que en el exterior (al amanecer, cuando se realiza la visita) pueden hacer 10 o 15 grados bajo cero, se trata de toda una experiencia. Como lo es en general Atacama, de donde nos vamos con el espíritu renovado.





miércoles, 7 de agosto de 2019

VIAJES / Chile (1): Santiago de Chile

La capital de Chile alberga más de seis millones de personas, lo que la convierte en una de las más populosas de Latinoamérica, así como una de las más dinámicas económicamente, y eso se nota en sus calles comerciales atestadas y en sus medios de transporte abarrotados. Y eso que ahora es invierno en el hemisferio sur y podríamos esperar menos movimiento. Pero entre la continua actividad per se de esta macrourbe y la llegada de turistas especialmente brasileños (y algún que otro español, je, je) podemos decir que Santiago de Chile tiene un ritmo de vida intenso.

Alojados cerca de la Plaza de los Héroes (muy bien conectada con el aeropuerto gracias a los baratos y numerosos autobuses de Centropuerto -1.900 pesos chilenos el trayecto, unos 2,35 €-), tenemos a tiro de piedra la emblemática Plaza de Armas, corazón de la ciudad. En ella se sitúan la enorme Catedral del siglo XVI y edificios vistosos como Correos o la Casa Colorada (museo de la ciudad). Alrededor de la plaza se distribuyen múltiples calles comerciales (muchas peatonales) donde se puede encontrar absolutamente de todo y donde el pequeño comercio domina claramente a las marcas internacionales estandarizadas esperables en países económicamente avanzados. También hacemos parada de homenaje ante el Palacio de la Moneda (casa presidencial) bombardeada por Pinochet en 1973 y saludamos a la estatua del fallecido presidente Salvador Allende. De hecho, en Santiago podemos encontrar el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (metro Quinta Normal), dedicado a ensalzar los valores democráticos y defenderlos frente a su conculcación en el terrible periodo dictatorial.

Un poco más al noreste encontramos los barrios de Patronato (comercial y multicultural) y Bellavista (de aire decididamente alternativo, juvenil, artístico y divertido). Es aquí donde encontramos la casa de Pablo Neruda en la capital: La Chascona. Se trata de una de las tres que tuvo el poeta (las otras se encuentran en Valparaíso e Isla Negra). La entrada son 7.000 pesos (unos 8,70 €) e incluye una audioguía muy necesaria para conocer la historia de esta vivienda que se construyó en 1953 (aunque tuvo posteriores ampliaciones), sus planificadas características y su maltrato en tiempo de la dictadura. Afortunadamente, Matilde, la pareja de Neruda, mantuvo con arrojo el legado de la casa y el patrimonio cultural que supone durante los duros años de plomo y tras la muerte del escritor a las pocas semanas del golpe de Estado. Al terminar la visita, tomamos el funicular para subir al Cerro San Cristóbal (a los pies del cual se encuentra la casa) y luego nos montamos en el teleférico para sobrevolar con vértigo esta área montañosa de más de 700 hectáreas y verdadero pulmón de la capital. Funicular + Teleférico cuestan 4.700 pesos, apenas 5,80 € por persona, ida y vuelta.

Al final del Cerro San Cristóbal (la ciudad tiene más al sur el mucho más pequeño pero también interesante Cerro Santa Lucía) se puede volver a las calles, en concreto a una zona más moderna y donde se enclava Costanera, el rascacielos más alto de Latinoamérica. Con 300 metros de altura, se accede al mirador superior desde la planta baja. El pase son 15.000 pesos (18,60 €). El día que subimos tuvimos una visibilidad razonable con un día despejado, lo cual es una suerte porque el aire de Santiago está bastante contaminado dado el alto volumen de tráfico y la poca ventilación que supone estar cerca de una cordillera tan alta como los Andes. Estos montañones (con una media de 5.000 metros) imponen su presencia desde lo alto de Costanera y son claramente visibles desde varias partes de la ciudad. Parece irreal su tamaño y cercanía. También tuvimos en la visita acompañamiento de música en directo de bossa nova para animar el atardecer, así como degustación gratuita de vinos locales. ¿Qué más se puede pedir? Al terminar descendimos a las primeras plantas, donde funciona un centro comercial y pudimos tomar algún plato, concretamente sánguches (una especie de sándwiches de la gastronomía peruana) de lechón. Muy ricos.

De la comida chilena he probado hasta ahora ajiaco (guiso con patatas y carne), cazuela de ave, empanadas, asado alemán (esa influencia germánica)… Todo muy rico y con dominio de la carne (muy bien para mí). Y, claro, el pisco sour (bebida también compartida con Perú). Los precios, bastante razonables. Así que perfecto. Por lo demás, veo que el nivel general de vida chileno, al menos en la capital, está un poco por debajo del de Madrid. Un alivio para el bolsillo, la verdad. Y esto es todo en Santiago de Chile. Mañana volamos a Calama para empezar nuestra aventura norteña, en el Desierto de Atacama.