lunes, 14 de agosto de 2017

VIAJES / Noroeste de Francia (y 4): Normandía

El primer punto de interés que nos encontramos al entrar en Normandía es un verdadero plato fuerte: el Mont Saint-Michel. Se trata de una isla junto a la costa que destaca sobremanera en las llanuras de la zona. Ya desde kilómetros antes (sobre todo viniendo por la carretera D-275) se contempla con majestuosidad en la lejanía. En lo alto del peñón destaca la enorme abadía benedictina que data del siglo VIII, aunque fue abandonada por los monjes a finales del siglo XVIII, a raíz de la Revolución Francesa. La isla misma es una fortaleza que se defendío durante siglos de los ataques ingleses y que suma al atractivo intrínseco de su perfecta conservación amurallada (y con casas y callejuelas empedradas) el hecho de que, por efecto de las fuertes mareas de la zona, unas veces le rodea totalmente el mar y otras, debido a la marea baja, el mar retrocede kilómetros y queda libre el acceso directo a la costa. Hoy en día, una larga pasarela facilita el acceso en todo tipo de condiciones (y permite unas vistas espectaculares) pero, incluso así, algunos días al año una marea muy alta cubre la parte final de la pasarela. Por tanto, informaos bien de las fechas en las que no es posible el acceso. Al ser un gran atractivo turístico, con más de 3 millones de visitantes al año, sobre todo en agosto, tened en cuenta el siguiente consejo. Para huir de las aglomeraciones y evitar el pago del parking (entre 2 y 24 horas son 11,70 euros), podéis dejar el coche a partir de las 7 de la tarde, cuando es gratis (siempre que abandonéis el parking antes de las 2 de la madrugada). Como en verano hay buena luz podréis disfrutar igualmente de la visita a Mont Saint-Michel (los restaurantes y tiendas del interior siguen abiertos), pero con menos agobios, con un ahorro de dinero y con un anochecer viendo sus luces que también es memorable. Eso sí, no podréis visitar la abadía, ya que precisamente cierra sus puertas a las 7 de la tarde. Para hacerlo (merece la pena ver su interior) tendréis que acercaros de día y es conveniente que saquéis la entrada (11 euros) antes por internet para ahorraros las colas. En cualquier caso, coordinad la visita a la isla con el fin de estar el tiempo suficiente para ver la isla con sus mareas alta y baja. Un espectáculo de ensueño.

Avanzamos ahora por Normandía hasta un escenario histórico: las playas del desembarco, las que protagonizaron las famosas batallas de la 2ª Guerra Mundial. De oeste a este, comenzamos por la playa de Utah Beach, donde los aliados tuvieron menos problemas para avanzar frente a las tropas nazis. Donde sí hubo más problemas fue en Pointe du Hoc, unos acantilados cuya superación fue heroica, por no hablar del choque posterior con las baterías alemanas estratégicamente situadas. Impresiona mucho ver todos los profundos agujeros que dejaron las bombas en el terreno. Y llegamos a Omaha Beach, el auténtico infierno para los aliados (podéis vivirlo viendo la primera parte de la película "Salvar al soldado Ryan"). Resulta duro imaginar el sufrimiento masivo que se dio aquí, mientras que ahora algunos bañistas disfrutan de la playa. Pero múltiples monumentos recuerdan la terrible batalla, en la que solo el primer día causaron baja (heridos o muertos) 9.000 soldados aliados. Fue el 6 de junio de 1944. En la parte alta de la costa, justo enfrente de la playa de Omaha, se encuentra el cementerio americano, donde reposan cerca de 11.000 muertos, unos 9.400 reseñados con sus cruces (o estrellas de David) y otros 1.600 sin identificar. Abruma y acongoja pasear por esas interminables hileras de tumbas. Más adelante nos encontramos con la playa de Longues-sur-Mer, donde aún se conservan varias baterias alemanas en buen estado y dentro de sus búnker, aquellas que trataron de repeler el desembarco, afortunadamente sin éxito. En resumen, una visita impactante y muy sentida por su relevancia histórica y el recuerdo del sacrificio de tantas personas por doblegar la locura nazi.

Descansamos en Bayeux, una población con un pequeño pero interesante centro histórico, con su catedral románico-gótica del año 1077. Pero lo más conocido de la localidad es el museo que contiene el Tapiz de Bayeux (de casi 70 metros de largo), uno de los tesoros de Francia que data del siglo XI y conmemora la batalla de Hastings, por la que el duque de Normadía, Guillermo el Conquistador, se coronó rey de Inglaterra. De aquí seguimos a Caen, donde destaca la denominada Abadía de los Hombres, en la que descansan precisamente los restos del propio Guillermo. O el resto, porque, tras sucesivos saqueos a lo largo de la historia, hoy solo se conserva un fémur. Seguimos subiendo por la costa y llegamos a Deauville, hoy conocida por su Festival de Cine Americano, que se nos muestra con un aire señorial por la sucesión de mansiones en su playa. Un poco más adelante está Honfleur, preciosa población portuaria con unas callejuelas animadas que invitan al paseo.

Otra joya natural de Normandía son los acantilados de Étretat, donde destaca el denominado Ojo de la Aguja, con sus 70 metros de altura, al que puede subirse por un paseo relativamente asumible (con algún repecho más durillo hacia el final). Las vistas desde la playa son impactantes, pero desde arriba son inmejorables. Normal que este entorno atrajera a pintores como Eugène Boudin, Gustave Courbet y Claude Monet. Precisamente son conocidos los múltiples cuadros que Monet pintó de la catedral de Ruan, nuestra última parada. Y es que, para los que nos flipa el arte gótico, la Catedral de Nuestra Señora de Ruan es una joya sublime y excelsa. En el monumento pueden distinguirse tres etapas: la basílica primitiva (de finales del siglo I), la catedral románica (del año 1020) y la preponderante catedral gótica, a partir del año 1145. Solo contemplar la fachada occidental y la Tour de Beurre (o Torre de Mantequilla) te deja absolutamente extasiado.

jueves, 10 de agosto de 2017

VIAJES / Noroeste de Francia (3): Bretaña

Antes de dirigirnos hacia la región de Bretaña decidimos visitar La Rochelle. La ciudad es la capital del departamento del Charente Marítimo, a mitad de camino entre el País Vasco francés y la punta oeste de Bretaña. La Rochelle es un antiguo y próspero puerto comercial y desde el siglo pasado, un importante núcleo turístico. Ya merece la pena sólo por su puerto viejo, en el que tienen un claro protagonismo las imponentes torres de la Chaine y San Nicolás. Es un placer pasear tanto por estas torres y sus muros como por las callejuelas del puerto, todas repletas de actividad, de tiendas, restaurantes... Y, por supuesto, se puede degustar el plato estrella, los mejillones a la marinera, a partir de unos 9 euros, un precio bastante asequible para ser Francia, donde la restauración (y la hotelería) tiene unas tarifas claramente más altas que las españolas sin necesariamente ofrecer un mejor servicio. Después subimos a Nantes, antiguamente integrada en Bretaña pero actualmente capital del departamento de Loira Atlántico y de la región de Países del Loira. Es una ciudad enorme pero se detecta que se ha hecho amigable: tranvía, zonas verdes, áreas de prioridad peatonal. Y tiene cierto interés turístico: la Catedral de San Pedro y San Pablo, iniciada en 1434 y concluida en ¡1891!, además del Castillo de los Duques de Bretaña, que data del siglo XIII. Ambos de acceso gratuito, ojo. Luego nos dirigimos a la costera Saint Nazaire, con una bonita y amplia playa que acoge un monumento a los caídos en la 2ª Guerra Mundial. La huella del conflicto se dejará sentir durante nuestro viaje más adelante en Bretaña y, sobre todo, en Normandía, claro.

Precisamente, ponemos pie en la región de Bretaña al alojarnos en Vannes, dentro del golfo de Morbihan. Vannes es una ciudad de mediano tamaño caracterizada por su tranquilidad, una característica propia de muchas localidades de Bretaña: vamos, no hay prisas para nada ni tampoco mucha vida nocturna, precisamente. Y es que esta zona es ideal para desconectar, tomarse todo con calma y limitarse a disfrutar de la herencia medieval de las poblaciones y de sus paisajes salvajes (frondosos bosques y acantilados de vértigo). Y gastronomía propia, por supuesto: desde las galletes saladas a las crepes dulces, o mi postre favorito, el kouign amann. Por cierto, a nuestro paso por Bretaña enseguida percibimos un acento extraño y un idioma aún más raro, el bretón, una lengua céltica directamente emparentada con las habladas en Escocia, Gales e Irlanda. Volviendo a nuestra visita a Vannes, chulísimo el casco antiguo empedrado y amurallado, y lleno de casas con vigas de madera a la vista. Desde los Jardines de Remparts hay estupendas vistas de la muralla y en la parte sur del centro se llega a la bonita zona del puerto (aunque no da directamente al mar).

Antes de seguir avanzando por la costa sur de Bretaña decidimos hacer una incursión por el interior, hacia Josselin. Atravesando espesos bosques llegamos a este pueblo medieval donde sobresale el imponente castillo. Luego volvemos a la costa hacia Carnac, conocida por albergar cerca de 3.000 menhires alineados, fechados entre los años 5.000 y 3.500 antes de Cristo. Se pueden ver gratis a través de una sendas que rodean varias áreas, aunque en otras poblaciones cercanas, como Erdeven, se pueden observar algunas poquitas piedras, e incluso tocarlas. Más allá de teorías esotéricas, estos menhires tenían función de enterramiento para sus creadores. Siguiendo hacia el oeste, también merecen la pena Port-Louis, localidad costera con playa y fortificación defensiva, y la amurallada Concarneau. En cambio, Quimper, quizá por no dar al mar, nos pareció fría y aburrida (que no fea) en estas fechas.

El siguiente día lo íbamos a dedicar a los acantilados del oeste y norte de Bretaña. Primero, hacia las Pointe du Van y Pointe du Raz, con impresionantes vistas al Atlántico. Después, hacia la más visitada e incluso más imponente Pointe de Pen-Hir. Tras tomar algo en el coqueto pueblo de Camaret-sur-Mer, nos encaminamos hacia la costa norte bretona, a la preciosa Roscoff, de estratégica situación (parten ferris al Reino Unido) y con el mar entrando en algunas de sus calles (literalmente). Claro que, a cambio, algún puente se adentra temerariamente en el mar. Un juego tierra-agua muy propio de unos pueblos tan volcados con el Atlántico. Acabamos el día en la no menos bonita Paimpol, donde degusto un estupendo bacalao a la paimpolaise. Cerca de Paimpol, precisamente, se puede hacer el interesante recorrido litoral de la Costa del Granito Rosa. Se puede partir de Lannion en una ruta circular hacia Trébeurden, Trégastel, la imprescindible visita al faro de Ploumanac´h, y Perros-Guirec. Toda esta parte de la costa, efectivamente, está compuesta de piedra de granito de un color rosado, además de salpicada de playas muy dependientes de las mareas: sin apenas agua en bajamar y repletas en pleamar. Una constante a partir de ahora en toda la costa norte de Bretaña y en la de Normandía.

Precisamente, vemos este fenómeno en las playas de las localidades vecinas de Saint-Malo (en la imagen) y Dinard. Ambas comparten bahía. Por un lado, Saint-Malo atrae mucho turismo dado que conserva el casco antiguo, que se adentra al mar, totalmente rodeado de una muralla que data del siglo XIII. En cambio, el interior fue en buena medida destruido en la 2ª Guerra Mundial y reconstruido conservando el estilo. Perderse por sus empedradas calles es una maravilla. Por tres puertas en su muralla se llega a las playas, que son casi totalmente inundadas en la marea alta. Sin embargo, en la baja se pueden alcanzar andando las cercanas islas de Petit Bé y Grand Bé. Por su parte, Dinard dispone de una enorme y profundísima playa que "sobrevive" a las más altas mareas. El paseo marítimo tiene un claro aire señorial con esas mansiones en las laderas y esa piscina al aire libre creada en 1928 para solaz de la alta burguesía. Desde sus caminos por los acantilados se divisa Saint-Malo. Imposible no recordar las imágenes de la película "Cuento de verano" (1996), de Éric Rohmer, rodada aquí. Otro elemento cinéfilo es la estatua de Alfred Hitchcock (y sus pájaros), legado del Festival de Cine Británico que se celebra en la villa. Un poco más al interior de estas ciudades se sitúa Dinan, un perfecto ejemplo de localidad con halo medieval en sus calles empedradas y casas con entramados de madera vista. Con el listón en todo lo alto dejamos Bretaña. Es hora de seguir por el noroeste francés...

domingo, 6 de agosto de 2017

VIAJES / Noroeste de Francia (2): Castillos del Loira

Al sur de París, en la zona centro francesa, concretamente a lo largo del curso medio y bajo del río Loira, se reúne una extraordinaria concentración de castillos. Se trata de varias docenas de majestuosas edificaciones, aunque 23 son las que se encuadran dentro de la denominación de Patrimonio de la Humanidad, declarada por la Unesco en el año 2000. La organización internacional selecciona los castillos situados entre las poblaciones de Sully-sur-Loire (Loiret), al este, y Chalonnes-sur-Loire (Maine-et-Loire), al oeste. Nuestra visita fue algo más amplia, aunque reduciendo el número de castillos visitados, porque son muchos (aunque bastantes de ellos muy interesantes). En la mayor parte de los casos basta con disfrutarlos por fuera (si lo permite el acceso al recinto, que no siempre es así), porque las entradas al interior, a razón de unos 10 euros por edificio, no son algo que pueda asumir cualquiera. Eso sí, si sois periodistas entráis gratis a todos (je,je). Viene bien en algún caso para conocer la historia y los detalles detrás de cada construcción. De forma resumida, esta concentración de castillos en la zona tiene su origen en los siglos XV y XVI, cuando se dio el Renacimiento en Francia y el poder residió en este área central. En algunos casos, se construyeron castillos nuevos, en otros se reformaron edificios medievales previos.

Comenzamos en la localidad de Gien, donde, desde el puente que cruza el Loira, tenemos una  panorámica espléndida de su castillo, justo encima del pueblo. Se trata de un ejemplo de construcción previa, de finales del siglo XIV, y, por tanto, anterior al Renacimiento francés y carente de influencia estilística italiana. Milagrosamente sobrevivió a los fuertes bombardeos que sufrió la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Seguimos con el castillo de Sully-sur-Loire, de imagen clásica, con sus torres negras puntiagudas y su foso de agua. La primera construcción data del siglo XIII y, durante su historia, sufrió cuantiosas modificaciones, tanto exteriores como interiores. Y llegamos a uno de los platos fuertes del viaje, el castillo de Chambord, uno de los más reconocibles e impactantes de la ruta. Enorme en todas sus magnitudes: 440 habitaciones, 365 chimeneas y 84 escaleras. Y eso que sólo le servía de "casa" de caza al rey Francisco I (sus sedes reales estaban entre Blois y Ambloise). El castillo, por cierto, está rodeado de una enorme finca delimitada por un muro de 2,5 metros de alto y 32 kilómetros de longitud. Es un ejemplo típico de arquitectura renacentista francesa, que mezcla el estilo medieval y las influencias italianas. Su construcción data de 1519-1539.

Otro de los mejores castillos (y posiblemente mi favorito) sea el de Chenonceau (en la imagen), que se asienta, literalmente, sobre el río Cher, afluente del Loira. Conocido como el Castillo de las Damas, su historia relata la influencia sucesiva sobre todo de tres mujeres importantes. Por un lado, Katherine Briçonnet, esposa de Thomas Bohier, secretario de la hacienda de Francisco I, asumió su primera dirección de diseño. Posteriormente, Enrique II, hijo de Francisco I, se lo regaló a su favorita, Diana de Poitiers, quien lo amplió con su emblemático puente. Durante un tiempo, en el castillo convivieron las influencias de Diana y de Catalina de Médicis, esposa de Enrique II. Pero, a la muerte del rey, su mujer legítima, Catalina, obligó a Diana a dejarle Chenonceau a cambio del castillo de Chaumont-sur-Loire. Ya en el siglo XX, el castillo volvió a tener protagonismo porque, en el Primera Guerra Mundial, sirvió de centro médico para atender a los heridos. Por su parte, en la Segunda Guerra Mundial, su situación única en el límite entre la Francia ocupada por los alemanes y la "libre" de Vichy, le permitió servir de vía de escape a mucha gente que huía de los nazis.

Asimismo, merece la pena un paseo por los recintos medievales de localidades como Loches, Langais o Chinon, en todos los casos muy bien conservados, además de visitar sitios históricos como Orleans, Blois y Amboise (donde murió y está enterrado Leonardo Da Vinci), siempre situados a la orilla del río Loira, el mayor de Francia y de imponente presencia a lo largo de los siglos.

miércoles, 2 de agosto de 2017

VIAJES / Noroeste de Francia (1): París

Comenzamos la visita al noroeste de Francia por la capital. ¿Qué decir de París que no se haya contado ya mil veces? París, la ciudad del amor, de la luz, de los artistas... De los edificios enormes  y majestuosos, de las avenidas delineadas, pero también de las callejuelas sorprendentes, del ambiente general de buen rollo y también de la masificación turística... Todo ello y mucho más es París, una ciudad que te deja una grata impresión duradera. Por un lado tenemos un monumento único como es la Torre Eiffel, inaugurada en 1889 para la Exposición Universal, con sus 324 metros de altura. Ineludible su visita. La subida a la cumbre en ascensor son 17 euros, 11 euros si te quedas en la segunda planta. Además, en la primera planta tienes una zona de suelo de cristal para vivir un poco el vértigo de las alturas. Las reservas por internet se agotan rápidamente, pero siempre hay un cupo más o menos suficiente para comprar in situ, aunque mejor madrugar.

Otras vistas interesantes son las de lo alto de Notre Dame, la espléndida catedral gótica de los siglos XII-XIV, por 10 euros (visita interior incluida, claro), o el mirador de la moderna Torre de Montparnasse, de 1973, por 15 euros. Sobre templos hay muchos preciosos, como la Basílica del Sacre Coeur (y su barrio artístico de Montmartre, por supuesto), la Sainte-Chapelle, la Torre de Saint Jacques, Saint Louis des Invalides (sí, donde está enterrado Napoleón), el Panteón (donde reposan Rousseau y Voltaire, entre otros), etc. etc. La lista sería interminable. Un placer total, sobre todo si eres un fan del gótico. No nos olvidamos de los museos, con el Louvre a la cabeza, claro, por calidad y cantidad... Un legado magnífico creado por la Revolución Francesa. Y si te flipa el impresionismo, el Museo d'Orly es tu lugar. Son 11 euros, pero si vas a las 16:30 h (cierran a las 18 h) son 9 euros. Una absoluta maravilla. Y no nos dejamos otras visitas clave, como el Arco del Triunfo (construido por Napoleón), la Ópera, el Moulin Rouge... Solemnidad y canalleo, aunque con el tiempo la ciudad se ha ido convirtiendo más en un parque temático. Cosas de los excesos del turismo para una ciudad que recibe más de 40 millones de visitantes al año.

Pero lo mejor es dejarse llevar y pasear tranquilamente por las calles de París (con ayuda puntual del metro y su extensa red, a "sólo" 14,50 euros los 10 billetes). Conocer la majestuosidad de la avenida de los Campos Elíseos, los inaccesibles precios en la plaza Vandome... Pero también las ofertas de calles de ambiente popular como los bulevares Magenta y Barbés Rochechouart, o la calle Temple. Disfrutar de sus planificados parques, como los Jardines de las Tullerías, los Jardines de Luxemburgo o el Parque de Buttes-Chaumont, mi favorito. Y, cómo no, acabar el día cenando en alguno de los concurridos restaurantes de marcado carácter étnico y precio asequible del Barrio Latino.