Atravesamos una crisis provocada básicamente por la especulación y la avaricia. La de los que han prestado dinero barato a espuertas, endosado hipotecas basura certificadas por Standard & Poors y similares, construido muchas más viviendas de las necesarias... Y también la de los pelotazos empresariales de corto plazo, la corrupción rampante de munícipes y demás, el ansia por hipotecarse hasta las cejas creyéndose un mago de las finanzas en lugar de un padre/madre de familia responsable... Nadie se escapa de su porción de responsabilidad. Pero, dentro de ello, hay grados: las mayores culpas se las reparten un entramado financiero que no ha tenido la prudencia por bandera, como hubiera debido; un Gobierno que no ha controlado el sector de la construcción (quizá carece de las herramientas), que aporta más paro de lo que creó de riqueza, en favor de otros más productivos; un sistema político-económico, en fin, que permite que políticos y empresarios sin escrúpulos se forren mientras dejan el desempleo disparado... Y ahora el trabajador tiene que reducirse el sueldo, trabajar más años y dar las gracias.
Pero lo más repulsivo lo hemos visto en los últimos días. Esos movimientos especulativos que apuestan su dinero a que les vaya mal a países como Grecia, Portugal o España, alentados por agencias de calificación de riesgos que en su momento dieron el OK a los bonos basura y ahora exageran las ya de por sí delicadas situaciones de países que lo que necesitan es la ayuda de todos... Y las correcciones necesarias para que esto no se vuelva a repetir. Y no me refiero a la reforma laboral que algunos quieren aprovechar para aprobar, sino al freno de los tráficos especulativos que afectan a la economía real, la del día a día, la de los que trabajamos con ahínco o creamos empresas productivas. Y no la de los viles apostadores, cuyo sitio debe ser el casino... O la cárcel.
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