En la recta final de este fabuloso viaje, seguimos aprovechando el Japan Rail Pass visitando dos hermosos lugares: Kamakura y Nara. Kamakura se sitúa al sur, muy cerca de Tokio. El lugar es el centro de una ruta de templos que puede iniciarse por la cercana Kita-Kamamura, un auténtico barrio residencial enclavado en plena naturaleza, que ha sido elegido como hogar por artistas como el director de cine Akira Kurosawa. Al bajar de la estación de Kita-Kamakura nos encontramos con el precioso templo Engaku-ji, pero hay otros más por los alrededores, extendiéndose hasta la propia ciudad de Kamakura, en un trayecto que, andando, os puede llevar unas dos horas. También podéis seguir en tren hasta la estación de Kamakura y visitar directamente el bonito santuario Hachiman-gu, así como pasear por la alegre calle comercial Komachi-dori. Pero, desde luego, no podéis perderos los dos principales monumentos de la zona, situados en la próxima población de Hase, a la que se accede en poco tiempo por autobús o tranvía. Se trata del Gran Buda de bronce (el segundo mayor de Japón) y del templo Hase-dera, que proporciona estupendas vistas al mar, porque, señores, Hase da al mar (al océano Pacífico concretamente) y tiene playa, de arena gris, pero playa.
Y en cuanto a Nara, se llega desde Kioto en un tren local (tratad de coger el de servicio rápido, que no para en los 20 pueblos que hay por medio) y que tarda en torno a una hora. Al llegar, en la Oficina de Turismo os atenderán fenomenal, porque disponen de un mapa turístico ¡en español! Aquí, en un país donde apenas se habla o se traducen cosas al inglés. ¡Lo que hay que ver! Pronto descubriréis que el principal atractivo de Nara es su fabuloso y enorme parque (más de 500 hectáreas), que más bien es una reserva natural. Plagada, eso sí, por cientos de ciervos que se acercan sin ningún temor a que les des de comer las galletas que venden por 150 yenes (1,10 euros) el paquete. Estos animales son una maravilla, pero si no obtienen su alimento son capaces de comerse tu plano de la ciudad (como le pasó a mi hermana). Dentro del parque, entre otros monumentos, destaca claramente la estatua más grande (ésta sí) de Buda, ubicada dentro del templo Todai-ji. Y, cuando os canséis de pasear por este magnífico enclave natural, tenéis las coquetas calles comerciales de la ciudad para comprobar que, queriendo mucho a los ciervos, luego no tienen reparos en vender sus cuernos y pieles.
De regreso a Tokio, dejamos para el final la visita a la zona más tradicional y (demasiado) turística de Asakusa, donde se encuentra el templo más antiguo de la ciudad (del año 628), Senso-ji. Su famosa puerta de Kaminarimon tiene colgando la enorme linterna (llamada Choochin, no os riáis) y de ahí se accede a una galería que es un nido de pequeños comercios atestados de gente. Vosotros mismos. Pero si todavía no habéis comprado ningún souvenir, éste es el lugar. Lo mejor del barrio es tratar de coincidir con una de sus conocidas fiestas populares, entonces la cosa sí que es un no parar.
Y para terminar, quisimos hacer realidad la experiencia karaoke en Japón. Al llegar pensamos que en cada sitio habría lugares públicos para practicar este cante, pero ya vimos que la cosa está muy profesionalizada: hay cadenas que alquilan cabinas para el disfrute personalizado (individual o en grupo) de esta afición. Así que pagamos los 1.124 yenes (8,20 euros) por persona y hora que vale y nos lanzamos a hacer gorgoritos. Vale que al principio no entendíamos el funcionamiento exacto (con instrucciones en japonés, claro), pero tras unas breves explicaciones en semi-inglés del personal de la sala todo fue viento en popa. Y cuando descubrimos el botón de los focos de colores aquello ya fue la bomba. En fin, qué mejor manera festiva de poner punto y final a este viaje inolvidable. Mañana volvemos, ¡esnif!
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