Hoy se cumplen 25 años del accidente de la central nuclear de Chernóbil (hoy en Ucrania, entonces perteneciente a la Unión Soviética), que causó desde 630 muertes confirmadas en los primeros días -según el Comité Científico de Naciones Unidas sobre los Efectos de la Radiación Atómica (UNSCEAR)- hasta las 200.000 víctimas mortales que se estimarían en los 18 años posteriores (por secuelas debidas a la radiación) -según el informe de 52 científicos publicado por Greenpeace-. Lee aquí todos los detalles. Y el peligro no ha pasado porque aún hoy hay una vasta zona prohibida para la vida, que sigue sufriendo (y seguirá por siglos) los efectos radioactivos. ¡Y ni siquiera se ponen ahora de acuerdo en pagar para construir otro sarcófago que mantenga sellada la central! Porque el actual ya se está resquebrajando...
El fatídico hecho coincide desgraciadamente con el accidente de la central de Fukushima (Japón), que todavía está lejos de ser controlado y cuyo número de muertes está aún por determinar. Y así vuelve a ponerse sobre el tapete la cuestión de la energía nuclear. Durante los últimos años, muchas voces se han alzado para proclamar la apuesta por este sistema de generación energética. "¡Es muy productiva, no emite humo y es segura!", se ha proclamado. Efectivamente, una sola central cuenta con potencia superior a los 1.000 MW, que es mucha electricidad para abastecer nuestro derrochón modo de vida. Sí, y no emite humo. ¡Simplemente produce toneladas de residuos nucleares radioactivos durante cientos de años! Residuos que son escondidos bajo tierra o bajo el mar, como si no existieran. Eso sí, ¡la atmósfera queda tan limpia! Y cuenta con muchos sistemas de seguridad... Hasta que, como todo invento humano, falla. Y entonces... ¿Nuestro ansia energética debe ponernos en peligro de esta manera? La respuesta sensata es, obviamente, no. Habrá que buscar otras alternativas, tanto de producción como de consumo. ¿Nucleares?, ¡no, gracias!
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