Antes de dirigirnos hacia la región de Bretaña decidimos visitar La Rochelle. La ciudad es la capital del departamento del Charente Marítimo, a mitad de camino entre el País Vasco francés y la punta oeste de Bretaña. La Rochelle es un antiguo y próspero puerto comercial y desde el siglo pasado, un importante núcleo turístico. Ya merece la pena sólo por su puerto viejo, en el que tienen un claro protagonismo las imponentes torres de la Chaine y San Nicolás. Es un placer pasear tanto por estas torres y sus muros como por las callejuelas del puerto, todas repletas de actividad, de tiendas, restaurantes... Y, por supuesto, se puede degustar el plato estrella, los mejillones a la marinera, a partir de unos 9 euros, un precio bastante asequible para ser Francia, donde la restauración (y la hotelería) tiene unas tarifas claramente más altas que las españolas sin necesariamente ofrecer un mejor servicio. Después subimos a Nantes, antiguamente integrada en Bretaña pero actualmente capital del departamento de Loira Atlántico y de la región de Países del Loira. Es una ciudad enorme pero se detecta que se ha hecho amigable: tranvía, zonas verdes, áreas de prioridad peatonal. Y tiene cierto interés turístico: la Catedral de San Pedro y San Pablo, iniciada en 1434 y concluida en ¡1891!, además del Castillo de los Duques de Bretaña, que data del siglo XIII. Ambos de acceso gratuito, ojo. Luego nos dirigimos a la costera Saint Nazaire, con una bonita y amplia playa que acoge un monumento a los caídos en la 2ª Guerra Mundial. La huella del conflicto se dejará sentir durante nuestro viaje más adelante en Bretaña y, sobre todo, en Normandía, claro.
Precisamente, ponemos pie en la región de Bretaña al alojarnos en Vannes, dentro del golfo de Morbihan. Vannes es una ciudad de mediano tamaño caracterizada por su tranquilidad, una característica propia de muchas localidades de Bretaña: vamos, no hay prisas para nada ni tampoco mucha vida nocturna, precisamente. Y es que esta zona es ideal para desconectar, tomarse todo con calma y limitarse a disfrutar de la herencia medieval de las poblaciones y de sus paisajes salvajes (frondosos bosques y acantilados de vértigo). Y gastronomía propia, por supuesto: desde las galletes saladas a las crepes dulces, o mi postre favorito, el kouign amann. Por cierto, a nuestro paso por Bretaña enseguida percibimos un acento extraño y un idioma aún más raro, el bretón, una lengua céltica directamente emparentada con las habladas en Escocia, Gales e Irlanda. Volviendo a nuestra visita a Vannes, chulísimo el casco antiguo empedrado y amurallado, y lleno de casas con vigas de madera a la vista. Desde los Jardines de Remparts hay estupendas vistas de la muralla y en la parte sur del centro se llega a la bonita zona del puerto (aunque no da directamente al mar).
Antes de seguir avanzando por la costa sur de Bretaña decidimos hacer una incursión por el interior, hacia Josselin. Atravesando espesos bosques llegamos a este pueblo medieval donde sobresale el imponente castillo. Luego volvemos a la costa hacia Carnac, conocida por albergar cerca de 3.000 menhires alineados, fechados entre los años 5.000 y 3.500 antes de Cristo. Se pueden ver gratis a través de una sendas que rodean varias áreas, aunque en otras poblaciones cercanas, como Erdeven, se pueden observar algunas poquitas piedras, e incluso tocarlas. Más allá de teorías esotéricas, estos menhires tenían función de enterramiento para sus creadores. Siguiendo hacia el oeste, también merecen la pena Port-Louis, localidad costera con playa y fortificación defensiva, y la amurallada Concarneau. En cambio, Quimper, quizá por no dar al mar, nos pareció fría y aburrida (que no fea) en estas fechas.
El siguiente día lo íbamos a dedicar a los acantilados del oeste y norte de Bretaña. Primero, hacia las Pointe du Van y Pointe du Raz, con impresionantes vistas al Atlántico. Después, hacia la más visitada e incluso más imponente Pointe de Pen-Hir. Tras tomar algo en el coqueto pueblo de Camaret-sur-Mer, nos encaminamos hacia la costa norte bretona, a la preciosa Roscoff, de estratégica situación (parten ferris al Reino Unido) y con el mar entrando en algunas de sus calles (literalmente). Claro que, a cambio, algún puente se adentra temerariamente en el mar. Un juego tierra-agua muy propio de unos pueblos tan volcados con el Atlántico. Acabamos el día en la no menos bonita Paimpol, donde degusto un estupendo bacalao a la paimpolaise. Cerca de Paimpol, precisamente, se puede hacer el interesante recorrido litoral de la Costa del Granito Rosa. Se puede partir de Lannion en una ruta circular hacia Trébeurden, Trégastel, la imprescindible visita al faro de Ploumanac´h, y Perros-Guirec. Toda esta parte de la costa, efectivamente, está compuesta de piedra de granito de un color rosado, además de salpicada de playas muy dependientes de las mareas: sin apenas agua en bajamar y repletas en pleamar. Una constante a partir de ahora en toda la costa norte de Bretaña y en la de Normandía.
Precisamente, vemos este fenómeno en las playas de las localidades vecinas de Saint-Malo (en la imagen) y Dinard. Ambas comparten bahía. Por un lado, Saint-Malo atrae mucho turismo dado que conserva el casco antiguo, que se adentra al mar, totalmente rodeado de una muralla que data del siglo XIII. En cambio, el interior fue en buena medida destruido en la 2ª Guerra Mundial y reconstruido conservando el estilo. Perderse por sus empedradas calles es una maravilla. Por tres puertas en su muralla se llega a las playas, que son casi totalmente inundadas en la marea alta. Sin embargo, en la baja se pueden alcanzar andando las cercanas islas de Petit Bé y Grand Bé. Por su parte, Dinard dispone de una enorme y profundísima playa que "sobrevive" a las más altas mareas. El paseo marítimo tiene un claro aire señorial con esas mansiones en las laderas y esa piscina al aire libre creada en 1928 para solaz de la alta burguesía. Desde sus caminos por los acantilados se divisa Saint-Malo. Imposible no recordar las imágenes de la película "Cuento de verano" (1996), de Éric Rohmer, rodada aquí. Otro elemento cinéfilo es la estatua de Alfred Hitchcock (y sus pájaros), legado del Festival de Cine Británico que se celebra en la villa. Un poco más al interior de estas ciudades se sitúa Dinan, un perfecto ejemplo de localidad con halo medieval en sus calles empedradas y casas con entramados de madera vista. Con el listón en todo lo alto dejamos Bretaña. Es hora de seguir por el noroeste francés...
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